dimarts, de març 13, 2012

Volver


Hace más de un mes que no puedo sacarme de la cabeza ese tango. Recuerdo que aterrizó entre mis cejas cuando estaba en Pará, a pocos días de volar hacia São Paulo desde donde tenía el vuelo hacia mi casa. Era en ese momento una buena jugada del subconsciente, fácil de leer para cualquier profano en psicología. Me hizo sonreír.


Me acuerdo de que llegó de repente y sin previo aviso cuando estaba sola – después de todos esos meses acompañada noche y día seguramente eso me aproximaba más aún a mi regreso- cocinando unos espaguetis a la carbonara. Empecé a cantar casi a pulmón “yo adivino el parpadeo de las luces que a lo lejos van marcando mi retorno” y al darme cuenta de que le estaba haciendo la competencia a la música de la vecina tuve que cerrar las ventanas.


Ese día decidí que quería ver la película de Almodóvar por tropecentésima vez. Pero eso no fue inmediato y cuando lo conseguí fue increíble: para empezar tenía ya toda la expectativa creada por días de querer, acrecentada por ese tango en mi cabeza que no me abandonaba ni un minuto. Sin percatarme estaba cantándolo en la ducha, mientras me vestía, mientras desayunaba, mientras iba a comprar al supermercado, mientras paseaba por el mercado de Ver-o-peso, mientras cogía un autobús.


La película me pareció distinta de las otras veces. Creo que se había impregnado de un color diferente, de otra textura, quizás por el entorno y con quién la veía, o quizás porque nunca había tenido realmente que volver a ningún lugar.



El tango no se fue hasta que me dio tregua en São Paulo, donde aparentaba haberse esfumado de mi cabeza después de haberse repetido mil veces durante las cuatro horas de avión entre Belém y São Paulo, como si mi cerebro sólo tuviera una canción en lista y fuera poniéndola en cola indefinidamente. Pero como digo, en São Paulo paró (o se quedó en pause mejor dicho). Creo que es porque entré en fase de negación como siempre hago con lo que no me gusta. O de ignorancia premeditada.



Cuando mis sentimientos ya no se pudieron reprimir más fue en el autobús hacia el aeropuerto de Guarulhos después de una odisea de paseo por el metro de la gran ciudad con una mochila que pesaba la mitad de mi peso. Pensé primero que la mala leche que me estaba invadiendo era por ese trayecto de burra de carga, que la disnea era por compresión torácica mantenida por la jodida bolsa wachupina, que las ganas de llorar eran por puro cansancio... Pero justo entonces el tango se puso en play: “volver... con la frente marchita... Sentir... que es un soplo la vida, que veinte años no es nada...”.


Al llegar aquí, la canción despareció. Pensé que era normal, yo ya había regresado, ya no tenía sentido. Y empecé a retomar mis cosas, primero las pequeñas, como el secador del pelo, unos pendientes, el jersey de lana, el gorro que Pame me había tejido el invierno pasado, las ensaladas de mi madre, el osito blanco lleno de semillas de cerezo que había estado guardándome la cama tantas noches fuera; después las mayores: todos los amigos, las cenas y las copas, visitar a los abuelos, reencontrar las chicas del antiguo trabajo, empezar las clases, ir tomando consciencia de los planes de futuro a corto-medio plazo...; después las cosas nuevas: arreglar lo que no me gustaba de mi -como por ejemplo dejar de fumar, cuidarme más, aprender un poco de guitarra, organizarme mejor... Muchas cosas, muchas, con el pretexto de la aplicación práctica de “todo lo que he aprendido mientras estaba fuera” a mi “vida normal” con muchas ganas y buen humor.


Pues bien: eso no existe. Es una falacia. De mierda, por qué no decirlo. De psicología no ya de profano, sino de idiota supino.


¿Por qué? Porque el tango ha vuelto. “Volver... con la frente marchita...

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